Deslizo mi mano por su cuerpo. Acaricio con triste elegancia su
lánguida piel con las yemas de mis dedos. Siento las protuberancias de sus
huesos bajo su desgarrada dermis. Apoyo mi barbilla sobre su cuello inerte y
miro hacia el horizonte abisal. Mis cristales brillan al mismo tiempo que mi
pupila proyecta mi plenitud. Asisto en mi retina a una obra maestra, una
compilación de recuerdos y genuinas hipótesis que nunca se harán realidad. El
metraje de la película cinematográfica es interminable. Hallo una leve evasión
en su perpetuidad, que se prolonga hacia más allá del lóbrego vacío. Nos
hundimos apaciblemente, rodeados por una plúmbea inmensidad. El tul se escapa
de entre mis dedos, nos roza suavemente con la sutil decadencia que le es
propia. Mis cabellos, arrullados por la mar, se deshilvanan en millones de
castañas algas y la belleza de sus ondulaciones flota indolente contorneada por
el tedio y el tormento que se impregnan derredor. Agonizantes, luchan por
sobrevivir. Burbujas de oxígeno parten de mis fosas nasales con destino al
piélago, danzando en caprichosas y dúctiles posturas mientras centellean como
joyas diamantinas al envolver frágiles el amable rayo del cobalto. Mi corazón
está decrépito por su rostro, lo más pálido que ha estado nunca. Observo su
semblante tras el vidrio, mortecino, enfermo. Su boca permanece abierta,
esperando por toda la eternidad a que le entregue el objeto de su salvación.
Lo abrazo, lo estrujo contra
mis pechos. Clavo mis uñas en su carne putrefacta hasta que el hedor me anega
las entrañas. Le dejo marcas en su seca tez que no sentirá jamás. Aparto de su
sien las reminiscencias de su marchita melena. De pronto las lágrimas brotan de
mis transparencias, surgen incólumes pero la polución las macula al instante y
se desvanecen, derramadas en vano, inútiles y perdidas en la grandiosidad de
esta argentina desolación. La gasa cubre sus ventanas, su expresión de terror
es enterrada por un turbio velo que lo separa de mí. La suciedad infecta su
córnea, y no vislumbro su hermoso iris. Oh, su diáfano color desfallece y
exánime, no es capaz de teñir mis exhaustos entresijos, anhelantes por saciar
su sed sorbiendo del somnoliento jugo. Sus anémicos pigmentos pronto serán
vejados por la erosión que los hostigará hasta tornarlos, abrasados, en unas
cuencas vacías denigradas a la más anodina de las existencias, condenadas a
descifrar a través de un prisma desapasionado el gélido orbe. Lo zarandeo con
vehemencia. ¿Por qué no despiertas? Él es mi sueño, y está
muerto.
No llegué a tiempo. ¿Dónde
está? Perdí la llave, y no se la pude entregar. No recuerdo si me la
tragué. Fracasé. No consiguió fugarse de las ensortijadas cadenas que lo
oprimían, y todo fue por mi pecado. Y ahora su silueta se encuentra presa de un
conjuro, sellada para siempre bajo un candando inquebrantable. Muerdo su hombro
en descomposición y la mugre llena mis dientes y conquista mis encías. Con solo
un encuentro de nuestras lenguas, nuestro amor no habría perecido. De haber poseído la
clave metálica entre mis labios, codiciada por su insatisfecha voluntad,
hubiera aliviado su calvario. Hubiera escupido la áurea reliquia por mi cascada
de espuma para bañarla en su saliva y abrirle las puertas a su emancipación del
óxido. Mis vísceras exudan la amargura y la ira que mancillan mis vestiduras,
dejaré que la más dolorosa de las rendiciones cubra los tejidos y enfangue el
lino. Sostengo su raquítico y grisáceo cadáver, y no lo suelto. No lo haré
jamás. No te separes de mí. Nunca. No me abandones, estate aquí a mi
lado. Un alarido bronco rompe en mi laringe. No puedo gritar su
nombre. Hou-di-ni, murmullo jadeante. Mi respiración
entrecortada se ve sorprendida por repentinos estremecimientos que sacuden mis
lozanos músculos. Pero él permanece inmóvil. ¿Por qué no tiemblas como
yo, cariño?
Bésame, como yo tantas veces
te he besado a ti. Sus labios permanecen quietos, callados. Una visión demasiado escueta
en la intimidad de este adusto paraje, que me arrebata los jaspeados retratos
de mi memoria. Su ósculo se enmohece y su firma se degrada. La evidencia
simplemente se esfumó y deseo ferviente que volvamos a encarnar la vívida
imagen de lo que fuimos durante la pretérita estación. Por favor,
arrópame en el plomo. Bebo del agua negra de su pozo. Mas sólo recibo
el polvo de sus profundidades, que se me agolpa en la garganta y se adhiere a
mi paladar granulando el sabor, tornándose áspero. Te quiero,
estallo, ¿pero me amas tú a mí? Creo en ti, ¿acaso has olvidado toda la
gloria que te profesé? ¿me estimas tanto como yo a ti? ¿Te he decepcionado?,
bombardeo en mi desatado paroxismo. Háblame, te lo suplico. Mírame a
los ojos y susúrrame al oído el código que sólo tú y yo conocemos. Y todo
terminará. Somos una promesa rota, un porvenir despedazado.
No supe reaccionar en su
debido momento. Debí correr hacia a ti, oh, mi Houdini, pero el pánico me
paralizó, mis pies parecían estar atrapados en una ciénaga. No podía moverme.
Cuando me recuperé de la conmoción, ya era tarde. Golpeé el tanque una y otra
vez con todas mis fuerzas mientras chillaba tu nombre, pero no conseguí romper
la maldición. Me mirabas fijamente horrorizado pidiéndome auxilio. Fui testigo
de tu último aliento, de cómo las oceánides arrancaron tu alma y se la llevaron
lejos de mí, dejando que el agua inundara tus pulmones. Vi cómo tus facciones
se deformaban y tu figura se hinchaba. De forma súbita colisioné con la
realidad, y mi vida se quebró en mil pedazos. No merecía la pena seguir con
ello, no tenía sentido. Me senté sobre la mesa y esperé, no sé muy bien a qué,
a un milagro, supongo. Me sentía vulnerable, perdida porque todo en lo que
creía se había desmoronado. Ya no existía nada.
Me dejé llevar por las
apacibles olas del mar onírico. Buceé. Soñé que me sumergía contigo, que te
volvías a ceñir a mí. Nos he condenado a ahogarnos en este nublado y yermo
océano. Las caracolas serán nuestra almohada y las corrientes nuestras
brisas. Te cantaré al oído mil arias del perdón que no escucharás. Esta
caja de caudales será tu tumba, pero yo permaneceré junto a ti, para siempre. Nos
posamos en el fondo con delicadeza. Apoyamos nuestras cabezas lentamente, con
tranquilidad. La desesperación se diluye en el sosiego de lo indefinido. Durmamos,
dejemos que las motas de la fina arena sean nuestras sábanas. No encontré la
llave y te perdí a ti.
Megalodónica foto de Marta Hoyos.
En su perfil de Instagram podéis encontrar muchas más igual de bonitas e inspiradoras
que la que ilustra este relato.
Merece la pena pararse a admirar su maravillosa obra.