Abrió los ojos y únicamente sintió el
solitario latido de su corazón. Dos turquesas abrazadas por ríos de tinta
admiraron su propio universo, los vestigios de la plenitud del infinito. Antes su
eternidad se le escapaba pero ahora podía atrapar su contingencia y encerrarla
en el puño de su mano.
Rodeada de neblina, abandonó la esponjosa
nube. La musicalidad del sueño entonaba una sonatina. El mármol danzó sobre el
escenario al son del revoloteo de la cascada de leche y el reflejo de las
oceánicas paredes. La estatua se ocultó entre bastidores. Mudó de piel y se
enfundó un vestido draconiano con estampados del alba y continuó la función.
Las mariposas níveas revolotearon hasta posarse en la regia cómoda de donde
tomaron un poco de néctar de la vidriada flor.
Las mudas cariátides la acompañaron
por las escaleras. Allá abajo se extendía un laberinto de cristal de
interminables pasillos. En su caminar el eco era su único acompañante, sus
pasos callados por la vereda eran el goteo de la llovizna. Una sosegada
placidez dominaba el ambiente. Cada día se perdía en la intimidad de aquel
lugar. ¿Qué hilo escoger de la telaraña? Lujosos salones y límpidas
habitaciones. Las finas membranas de las cataratas no se empeñaban en ocultar
secretos a sus espaldas. Y es que en ese ambiente platino la poesía se
desenvolvía con maestría.
Puede que fuese reina de un
desamparado reino, pero quieto y diáfano, no era tachado de corrupto. Emergió a
partir de las profundas raíces de agua que florecían del interior abismal
derritiendo el azúcar, velado por gigantes albinos y sostenido por un Atlas corintio, su
castillo permanecía sereno en el albugíneo Olimpo. Ninguna esencia ajena deambulaba
por los aposentos mientras el bullicio foráneo de boca cosida luchaba por
hacerse notar, mustio. En su pulcro palacio nadie entraba ni nadie salía. Y la
princesa de la Eudaimonia recitaba en su soledad silenciosos soliloquios.
Daba largos paseos por los reptiles pasadizos
y recónditas estancias de su mística fortaleza mientras su seda lanzaba
destellos y acariciaba sus hebras candes con su peine de coral. El cisne
había recuperado su velo robado y podía
desplegar sus principescas alas y echar a volar.
De allá de donde venía la despojaron
de su humanidad por dejar al descubierto su médula. Desnuda comenzó su exilio.
Las pisadas en la nieve eran el rastro de su estática vida pasada, había estado
encarcelada por las voces ajenas y ahora era fugitiva de su yo extranjero. No
se esforzó en borrarlas, no creía siquiera que la hostigasen con una
persecución.
Tras una violenta tormenta de agujas
que se clavó en su pálido rostro, halló asilo en el Templo Blanco. Ahogó sus
memorias en el lago congelado. Meditó en el valle de las lamentaciones. Bajo el
puente de madera escuchaba las voces angustiosas de las ánimas arrepentidas que
pedían perdón y emancipación por sus pecados, de la fosa miles de brazos de cal
se enredaban formando un entramado de manos abiertas que luchaban por atrapar
la fría luz del exterior buscando una brizna de piedad.
En sus abstracciones los perlas
impregnaban su tez de recuerdos malditos y pegajosos arroyos de sufrimiento
recorrían la escultura. No volvería a cometer los errores podridos de su
vetusta savia que condujeron a aquellos desdichados al tedio y a la desesperación.
Ella tuvo tiempo de escoger el camino equivocado, sabia elección.
Cuando se recuperó de las
magulladuras del abandono mastodóntico, las ninfas le regalaron la mismísima
vestidura hilada por las Moiras y le retiraron el impecable tapiz tejido por
Aracne. Los monjes le concedieron el honor de la sabiduría trascendental.
Permaneció allí hasta que disfrutó el peso de su vida sobre sus propios
hombros.
Abandonó aquel Edén en busca del
suyo. El tortuoso sendero estaba lleno de cristales rotos que crujían y se clavaban
bajo sus pies descalzos y un espeso limbo de plomo la aplastaba. La fatiga hizo
que casi rompiese las cadenas que la unían al ancla, pero la reminiscencia de
las ruinas calmó el embravecido mar y ahuyentó a las sirenas. Con el naufragio
recobró la confianza en el destierro.
Guiada por la carta náutica, fue al
encuentro de la desolación y su creación brotó de su pecho. Perpetuo manantial
de personalidad. Edificó la ciudadela donde permanecería recluida hasta que el
último grano de arena se precipitase, floreció como un crisantemo. Su
aislamiento palatino se convirtió en un dulce encierro. Su voluntad se fundió y
constituyó una aleación vital. Su alma se identificó con la plétora de la
existencia y arribó a su utopía. Ella era su realidad.
Amó la placentera responsabilidad
inherente a ninguna referencia a la que aferrarse. Cada bendita inhalación
llenaba sus pulmones de franca libertad y brío. Allá fuera gobernaba el caos,
pero en su palacete imperaba su obra, recia bajo el estandarte de la imperturbabilidad.
En el superfluo Averno la señalaron con el dedo de la vergüenza y la acusaron
de locura, bienaventurado sea aquel delito pues mientras las lágrimas inundaban
la angostura ajena, en su manicomio particular regentaba en el cielo el astro
de la ventura.