sábado, 12 de abril de 2014

Médula

Abrió los ojos y únicamente sintió el solitario latido de su corazón. Dos turquesas abrazadas por ríos de tinta admiraron su propio universo, los vestigios de la plenitud del infinito. Antes su eternidad se le escapaba pero ahora podía atrapar su contingencia y encerrarla en el puño de su mano.

 Rodeada de neblina, abandonó la esponjosa nube. La musicalidad del sueño entonaba una sonatina. El mármol danzó sobre el escenario al son del revoloteo de la cascada de leche y el reflejo de las oceánicas paredes. La estatua se ocultó entre bastidores. Mudó de piel y se enfundó un vestido draconiano con estampados del alba y continuó la función. Las mariposas níveas revolotearon hasta posarse en la regia cómoda de donde tomaron un poco de néctar de la vidriada flor.  

Las mudas cariátides la acompañaron por las escaleras. Allá abajo se extendía un laberinto de cristal de interminables pasillos. En su caminar el eco era su único acompañante, sus pasos callados por la vereda eran el goteo de la llovizna. Una sosegada placidez dominaba el ambiente. Cada día se perdía en la intimidad de aquel lugar. ¿Qué hilo escoger de la telaraña? Lujosos salones y límpidas habitaciones. Las finas membranas de las cataratas no se empeñaban en ocultar secretos a sus espaldas. Y es que en ese ambiente platino la poesía se desenvolvía con maestría.

Puede que fuese reina de un desamparado reino, pero quieto y diáfano, no era tachado de corrupto. Emergió a partir de las profundas raíces de agua que florecían del interior abismal derritiendo el azúcar, velado por gigantes albinos y sostenido por un Atlas corintio, su castillo permanecía sereno en el albugíneo Olimpo. Ninguna esencia ajena deambulaba por los aposentos mientras el bullicio foráneo de boca cosida luchaba por hacerse notar, mustio. En su pulcro palacio nadie entraba ni nadie salía. Y la princesa de la Eudaimonia recitaba en su soledad silenciosos soliloquios.

Daba largos paseos por los reptiles pasadizos y recónditas estancias de su mística fortaleza mientras su seda lanzaba destellos y acariciaba sus hebras candes con su peine de coral. El cisne había  recuperado su velo robado y podía desplegar sus principescas alas y echar a volar.

De allá de donde venía la despojaron de su humanidad por dejar al descubierto su médula. Desnuda comenzó su exilio. Las pisadas en la nieve eran el rastro de su estática vida pasada, había estado encarcelada por las voces ajenas y ahora era fugitiva de su yo extranjero. No se esforzó en borrarlas, no creía siquiera que la hostigasen con una persecución.

Tras una violenta tormenta de agujas que se clavó en su pálido rostro, halló asilo en el Templo Blanco. Ahogó sus memorias en el lago congelado. Meditó en el valle de las lamentaciones. Bajo el puente de madera escuchaba las voces angustiosas de las ánimas arrepentidas que pedían perdón y emancipación por sus pecados, de la fosa miles de brazos de cal se enredaban formando un entramado de manos abiertas que luchaban por atrapar la fría luz del exterior buscando una brizna de piedad.

En sus abstracciones los perlas impregnaban su tez de recuerdos malditos y pegajosos arroyos de sufrimiento recorrían la escultura. No volvería a cometer los errores podridos de su vetusta savia que condujeron a aquellos desdichados al tedio y a la desesperación. Ella tuvo tiempo de escoger el camino equivocado, sabia elección.



Cuando se recuperó de las magulladuras del abandono mastodóntico, las ninfas le regalaron la mismísima vestidura hilada por las Moiras y le retiraron el impecable tapiz tejido por Aracne. Los monjes le concedieron el honor de la sabiduría trascendental. Permaneció allí hasta que disfrutó el peso de su vida sobre sus propios hombros.

Abandonó aquel Edén en busca del suyo. El tortuoso sendero estaba lleno de cristales rotos que crujían y se clavaban bajo sus pies descalzos y un espeso limbo de plomo la aplastaba. La fatiga hizo que casi rompiese las cadenas que la unían al ancla, pero la reminiscencia de las ruinas calmó el embravecido mar y ahuyentó a las sirenas. Con el naufragio recobró la confianza en el destierro.

Guiada por la carta náutica, fue al encuentro de la desolación y su creación brotó de su pecho. Perpetuo manantial de personalidad. Edificó la ciudadela donde permanecería recluida hasta que el último grano de arena se precipitase, floreció como un crisantemo. Su aislamiento palatino se convirtió en un dulce encierro. Su voluntad se fundió y constituyó una aleación vital. Su alma se identificó con la plétora de la existencia y arribó a su utopía. Ella era su realidad.

Amó la placentera responsabilidad inherente a ninguna referencia a la que aferrarse. Cada bendita inhalación llenaba sus pulmones de franca libertad y brío. Allá fuera gobernaba el caos, pero en su palacete imperaba su obra, recia bajo el estandarte de la imperturbabilidad. En el superfluo Averno la señalaron con el dedo de la vergüenza y la acusaron de locura, bienaventurado sea aquel delito pues mientras las lágrimas inundaban la angostura ajena, en su manicomio particular regentaba en el cielo el astro de la ventura.

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