jueves, 25 de abril de 2013

Clínex

A través de las translúcidas cortinas doradas, un débil hilo de luz entró dudando en la habitación. Allá fuera amanecía. Ella, que dormía plácidamente en su mullida cama, soltó un murmullo en señal de molestia. Se tapó los ojos con la mano, se dio media vuelta y se tapó la cabeza con desgana con la mitad de la almohada. Tras dejar pasar un buen rato, como si se lo hubiese estado pensando, volvió a girarse y se incorporó. Las sábanas de seda rosa cayeron con casual elegancia por su cuerpo. Intentó abrir más los ojos, pero no podía. Al tiempo que sacaba las piernas del colchón, apoyó su cabeza sobre su hombro derecho, señal del gran cansancio que padecía. Se levantó lentamente, con la mayor delicadeza que pudo y dio tres pasos exactos hasta encontrarse en frente de la ventana. Durante su corto recorrido hacia los cristales, escuchó el eco pegajoso que producían sus pies desnudos al tocar el suelo de mármol. Sintió un frío que le recorrió como un rayo de hielo todo el cuerpo. Cuando llegó, cogió por un extremo a las cortinas y las corrió, por un momento, la estancia se vio invadida por una cegadora luz matinal, aunque poco a poco se fue diluyendo hasta que la sala se tiñó del naranja pálido del amanecer. Los cuadros colgados de la pared, con sus marcos barrocos, se antojaban amables, el tocador, con su color crema, parecía encerrar en sus paredes una pequeña estela del Sol, la alfombra sobre la que reposaba la pomposa cama, la mesilla de noche rococó, sí, todo aquello resultaba apacible gracias a la luz de la mañana, una pena que esa paz no concordara con su interior.
Ella observó el exterior a través de los empañados cristales, sucios de polvo. En su jardín, millones de flores, todas de colores chillones y llamativos, conformaban un mar de aparente vida y brillantez. Habían sido plantadas al azar, sin orden alguno, lo que hacía que el jardín adoptara un mayor efecto de dinamismo. Gracias a él, su hogar era el que más llamaba la atención de toda la urbanización, el que resaltaba por encima del resto de viviendas. Los colores vivos contrastaban con el rosa pálido de su casa, con repisos y bordes salientes de color blanco. Todo aquello, el jardín, las flores, aquella explosión de colores, quería expresar lo que en su interior no sentía.
Se giró tediosa, no quería volver a mirar, fue directa a la puerta y salió de su habitación. Bajó las escaleras de caracol, rodeadas de una caprichosa barandilla dorada. El pasillo, como el resto de la casa, estaba adornado de manera recargada, al estilo barroco y rococó, de temáticas caprichosas. Llegó a la cocina, abrió el frigorífico y sacó lo de siempre, verduras. Tenía que hacer dieta para lucir esbelta, si no, sería la diana de todas las lenguas viperinas. Se hizo una ligera ensalada y se la sirvió en un plato adornado con cuadros. La mesa de madera, menuda y redonda, estaba cubierta por un mantel de picnic. Se sentó en una de las cuatro sillas, del mismo juego que la mesa, y comenzó a comer despacio y de forma elegante, como si estuviera de invitada en un restaurante de lujo, siguiendo las normas de etiqueta. Cuando terminó, fregó los cubiertos y el plato, y los dejó en remojo en el fregadero.
Tras desayunar subió de nuevo al piso de arriba, y se dirigió al baño. El baño también iba acorde, en la medida de lo posible, con el resto de la casa. El borde el espejo del lavabo y la bañera entera estaban bañadas en oro y el resto respetaba la estética al mínimo detalle. Se lavó los dientes, e incluso durante esta acción tan cotidiana, intentó ser lo más correcta y aparentar ser lo más delicada posible. Al lado de la bañera posaba una percha donde descansaba su albornoz rosa. Se quitó su camisón de seda blanca y abrió el grifo del agua caliente. Cuando la bañera estuvo a rebosar, se desnudó al completo y se introdujo en las calmadas y relajantes aguas. Tras estar tumbada un buen rato pensativa, con todo el cuerpo sumergido menos la cabeza, acabó por hundirse del todo. Pasaba y pasaba el tiempo, y ella seguía bajo el agua.
Cuando salió del baño, llevando puesto su albornoz y una toalla de color amarillo claro enredada en la cabeza, fue en dirección a su habitación. Se despojó de la toalla y comenzó a frotarse el pelo, después, se quito el albornoz y abrió los cajones de su cómoda. Se puso un ajustado traje azul marino de una sola pieza, de largo hasta los muslos, con un toque “vintage” y con motivos redondos adornando los bordes de las mangas y del cuello. Se sentó en frente de la tocadora, sacó el maquillaje y se miró al espejo, pronunció una frase murmurando de forma mecánica. Vio reflejada su rechoncha y redonda cara. Su pelo teñido de rubio comenzaba a verse invadido por raíces y mechones negros. Sus gruesas pero perfiladas cejas de color azabache permanecían inmóviles encima de aquellos ojos de ese marrón común. Su nariz era pequeña y roma y sus labios eran gruesos y carnosos. Se maquilló excesivamente, lo necesitaba para verse guapa, con una atroz cantidad de rímel se perfiló sus ojos. Se repasó varias veces los labios con el pintalabios rojo y se empolvó exageradamente los mofletes. Así era, y no de otra manera, como ella se veía hermosa.
Bajó de nuevo por las escaleras de caracol y se dirigió al salón. Ya allí, no sabía qué hacer, se quedó en el umbral de la puerta, mirando a través del gran ventanal que ocupaba gran parte de la pared. La luz que entraba en la sala le iluminaba la cara, y en sus ojos se podía ver reflejado aquel aparente y falso jardín. Al final optó por sentarse en el sillón rojo que estaba frente al piano. El suave y cómodo terciopelo le acarició las piernas cuando se hundió en él y ella, con su habitual cara muerta, tal vez por el grotesco maquillaje o tal vez por el mero hecho de estar sumergida en sus pensamientos, se hundió también en su subconsciente, mirando por la gigantesca ventana, mirando de nuevo a su pasado.
Una vez, ya hace tiempo, ella fue la reina del mundo, o al menos eso creía. La fama y el dinero le llegó rápido y comenzó a vivir como todo famoso de manual. Miles de fiestas y galas, parecía que no iba a tener fin. Pero cuando creyó que en su corazón sentía fuegos artificiales, la llama de la mecha nunca llegó a la pólvora, y el sueño se desplomó, la niebla se disipó y vino el declive. A partir de entonces, no dejó de intentarlo, de frenar su caída libre, pero por cada intento fallido, la cuesta abajo se pronunciaba más. Hasta que tocó fondo, sí, esa vida que llevaba ahora, aparentando y fingiendo, vacía, no más, siendo hipócrita incluso consigo misma, diciéndose: “Reina, eres una pequeña reina” cada vez que se miraba al espejo. Se sentía como un cascarón vació, en cuyo interior ya no había yema, si es que en algún momento la había habido. En ocasiones, cuando había hecho avances en la difícil tarea de desenredar el nudo en el que se había enredado el hilo que era su mente, había admitido que incluso estando en lo más alto nunca se había sentido realizada del todo, incapaz de saciar su sed de encontrarse completamente orgullosa de sí misma, como Tántalo intentado coger los frutos del árbol más cercano al lago del infierno en el que está condenado a sufrir para siempre. Puede que se hubiera colocado ella misma la corona, y ahora, por su culpa, estaba condenada a vivir esa vida de envoltorio, sin la oportunidad de retroceder y enmendar los errores del pasado, sin la oportunidad de alcanzar la plena felicidad. Y así es como ella se veía atrapada en ese círculo vicioso de mentiras y rutina, fingiendo ser glamurosa ante las cámaras y ante ella misma, siendo sólo un maniquí de escaparate, un plástico vacío.
Se sentía como un triste pañuelo de “clínex” usado, era un papel arrugado, arrojado al suelo y pisoteado por la superfluidad y frivolidad de la sociedad. Fue engañada por los trucados y tramposos números de magia con los que una vez la fama la engañó, la misma que la encerró en esa cárcel de cartón-piedra, la misma que la castigó a llorar lágrimas de hipocresía.

1 comentario:

  1. Las descripciones son tan detalladas que son como estar viendo un retrato

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