A
través de las translúcidas cortinas doradas, un débil hilo de luz
entró dudando en la habitación. Allá fuera amanecía. Ella, que
dormía plácidamente en su mullida cama, soltó un murmullo en señal
de molestia. Se tapó los ojos con la mano, se dio media vuelta y se
tapó la cabeza con desgana con la mitad de la almohada. Tras dejar
pasar un buen rato, como si se lo hubiese estado pensando, volvió a
girarse y se incorporó. Las sábanas de seda rosa cayeron con casual
elegancia por su cuerpo. Intentó abrir más los ojos, pero no podía.
Al tiempo que sacaba las piernas del colchón, apoyó su cabeza sobre
su hombro derecho, señal del gran cansancio que padecía. Se levantó
lentamente, con la mayor delicadeza que pudo y dio tres pasos exactos
hasta encontrarse en frente de la ventana. Durante su corto recorrido
hacia los cristales, escuchó el eco pegajoso que producían sus pies
desnudos al tocar el suelo de mármol. Sintió un frío que le
recorrió como un rayo de hielo todo el cuerpo. Cuando llegó, cogió
por un extremo a las cortinas y las corrió, por un momento, la
estancia se vio invadida por una cegadora luz matinal, aunque poco a
poco se fue diluyendo hasta que la sala se tiñó del naranja pálido
del amanecer. Los cuadros colgados de la pared, con sus marcos
barrocos, se antojaban amables, el tocador, con su color crema,
parecía encerrar en sus paredes una pequeña estela del Sol, la
alfombra sobre la que reposaba la pomposa cama, la mesilla de noche
rococó, sí, todo aquello resultaba apacible gracias a la luz de la
mañana, una pena que esa paz no concordara con su interior.
Ella
observó el exterior a través de los empañados cristales, sucios de
polvo. En su jardín, millones de flores, todas de colores chillones
y llamativos, conformaban un mar de aparente vida y brillantez.
Habían sido plantadas al azar, sin orden alguno, lo que hacía que
el jardín adoptara un mayor efecto de dinamismo. Gracias a él, su
hogar era el que más llamaba la atención de toda la urbanización,
el que resaltaba por encima del resto de viviendas. Los colores vivos
contrastaban con el rosa pálido de su casa, con repisos y bordes
salientes de color blanco. Todo aquello, el jardín, las flores,
aquella explosión de colores, quería expresar lo que en su interior
no sentía.
Se
giró tediosa, no quería volver a mirar, fue directa a la puerta y
salió de su habitación. Bajó las escaleras de caracol, rodeadas de
una caprichosa barandilla dorada. El pasillo, como el resto de la
casa, estaba adornado de manera recargada, al estilo barroco y
rococó, de temáticas caprichosas. Llegó a la cocina, abrió el
frigorífico y sacó lo de siempre, verduras. Tenía que hacer dieta
para lucir esbelta, si no, sería la diana de todas las lenguas
viperinas. Se hizo una ligera ensalada y se la sirvió en un plato
adornado con cuadros. La mesa de madera, menuda y redonda, estaba
cubierta por un mantel de picnic. Se sentó en una de las cuatro
sillas, del mismo juego que la mesa, y comenzó a comer despacio y de
forma elegante, como si estuviera de invitada en un restaurante de
lujo, siguiendo las normas de etiqueta. Cuando terminó, fregó los
cubiertos y el plato, y los dejó en remojo en el fregadero.
Tras
desayunar subió de nuevo al piso de arriba, y se dirigió al baño.
El baño también iba acorde, en la medida de lo posible, con el
resto de la casa. El borde el espejo del lavabo y la bañera entera
estaban bañadas en oro y el resto respetaba la estética al mínimo
detalle. Se lavó los dientes, e incluso durante esta acción tan
cotidiana, intentó ser lo más correcta y aparentar ser lo más
delicada posible. Al lado de la bañera posaba una percha donde
descansaba su albornoz rosa. Se quitó su camisón de seda blanca y
abrió el grifo del agua caliente. Cuando la bañera estuvo a
rebosar, se desnudó al completo y se introdujo en las calmadas y
relajantes aguas. Tras estar tumbada un buen rato pensativa, con todo
el cuerpo sumergido menos la cabeza, acabó por hundirse del todo.
Pasaba y pasaba el tiempo, y ella seguía bajo el agua.
Cuando
salió del baño, llevando puesto su albornoz y una toalla de color
amarillo claro enredada en la cabeza, fue en dirección a su
habitación. Se despojó de la toalla y comenzó a frotarse el pelo,
después, se quito el albornoz y abrió los cajones de su cómoda. Se
puso un ajustado traje azul marino de una sola pieza, de largo hasta
los muslos, con un toque “vintage” y con motivos redondos
adornando los bordes de las mangas y del cuello. Se sentó en frente
de la tocadora, sacó el maquillaje y se miró al espejo, pronunció
una frase murmurando de forma mecánica. Vio reflejada su rechoncha y
redonda cara. Su pelo teñido de rubio comenzaba a verse invadido por
raíces y mechones negros. Sus gruesas pero perfiladas cejas de color
azabache permanecían inmóviles encima de aquellos ojos de ese
marrón común. Su nariz era pequeña y roma y sus labios eran
gruesos y carnosos. Se maquilló excesivamente, lo necesitaba para
verse guapa, con una atroz cantidad de rímel se perfiló sus ojos.
Se repasó varias veces los labios con el pintalabios rojo y se
empolvó exageradamente los mofletes. Así era, y no de otra manera,
como ella se veía hermosa.
Bajó
de nuevo por las escaleras de caracol y se dirigió al salón. Ya
allí, no sabía qué hacer, se quedó en el umbral de la puerta,
mirando a través del gran ventanal que ocupaba gran parte de la
pared. La luz que entraba en la sala le iluminaba la cara, y en sus
ojos se podía ver reflejado aquel aparente y falso jardín. Al final
optó por sentarse en el sillón rojo que estaba frente al piano. El
suave y cómodo terciopelo le acarició las piernas cuando se hundió
en él y ella, con su habitual cara muerta, tal vez por el grotesco
maquillaje o tal vez por el mero hecho de estar sumergida en sus
pensamientos, se hundió también en su subconsciente, mirando por la
gigantesca ventana, mirando de nuevo a su pasado.
Una
vez, ya hace tiempo, ella fue la reina del mundo, o al menos eso
creía. La fama y el dinero le llegó rápido y comenzó a vivir como
todo famoso de manual. Miles de fiestas y galas, parecía que no iba
a tener fin. Pero cuando creyó que en su corazón sentía fuegos
artificiales, la llama de la mecha nunca llegó a la pólvora, y el
sueño se desplomó, la niebla se disipó y vino el declive. A partir
de entonces, no dejó de intentarlo, de frenar su caída libre, pero
por cada intento fallido, la cuesta abajo se pronunciaba más. Hasta
que tocó fondo, sí, esa vida que llevaba ahora, aparentando y
fingiendo, vacía, no más, siendo hipócrita incluso consigo misma,
diciéndose: “Reina, eres una pequeña reina” cada vez que se
miraba al espejo. Se sentía como un cascarón vació, en cuyo
interior ya no había yema, si es que en algún momento la había
habido. En ocasiones, cuando había hecho avances en la difícil
tarea de desenredar el nudo en el que se había enredado el hilo que
era su mente, había admitido que incluso estando en lo más alto
nunca se había sentido realizada del todo, incapaz de saciar su sed
de encontrarse completamente orgullosa de sí misma, como Tántalo
intentado coger los frutos del árbol más cercano al lago del
infierno en el que está condenado a sufrir para siempre. Puede que
se hubiera colocado ella misma la corona, y ahora, por su culpa,
estaba condenada a vivir esa vida de envoltorio, sin la oportunidad
de retroceder y enmendar los errores del pasado, sin la oportunidad
de alcanzar la plena felicidad. Y así es como ella se veía atrapada
en ese círculo vicioso de mentiras y rutina, fingiendo ser glamurosa
ante las cámaras y ante ella misma, siendo sólo un maniquí de
escaparate, un plástico vacío.
Se
sentía como un triste pañuelo de “clínex” usado, era un papel
arrugado, arrojado al suelo y pisoteado por la superfluidad y
frivolidad de la sociedad. Fue engañada por los trucados y tramposos
números de magia con los que una vez la fama la engañó, la misma
que la encerró en esa cárcel de cartón-piedra, la misma que la
castigó a llorar lágrimas de hipocresía.
Las descripciones son tan detalladas que son como estar viendo un retrato
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