domingo, 22 de abril de 2012

El testigo

    Con este relato gané el concurso literario de mi instituto cuando tenía 12 años. Se desarrolla en la época romana y gira alrededor del asesinato de Julio César:


    Pero, ¿cómo escapar de aquella pesadilla?, ¿debía ir a las autoridades para entregar a sus compañeros del Senado? ¿Y cómo? Ya que si iba a declarar a los ediles traicionaría a numerosos de sus amigos. Millones de preguntas se agolpaban en ese momento en la mente de Cornelio. Él había presenciado algo que no debía de haber visto, corría y corría por las ajetreadas calles de Roma cuya gente que paseaba aún no había conocido la terrible noticia. En ese agrio idus de marzo, Julio César había sido asesinado por 23 puñaladas, traicionado por un sector del Senado, que había conspirado contra él. Cornelio se escabullía por las calles para huir de la realidad, quería olvidarlo todo, quería retroceder en el tiempo y así poder evitar aquella catástrofe

     Cornelio no sabía qué hacer, tampoco sabía lo que le iba a deparar el futuro de ahora en adelante. Así pues, esa misma noche fue a visitar a escondidas a una pitonisa, aunque él no creía mucho en sus poderes, pero en aquella situación eran su única esperanza.

     La plaza de Roma estaba desierta, oscura y sombría, como si Plutón hubiera pasado por aquel lugar. Tan sólo había una mujer, tapada hasta la boca y con un mazo de cartas en la mano derecha. El senador fue a hablar con ella y le preguntó quién era:

-Soy Livia, la adivina. La gente viene a hablar conmigo para saber lo que le va a deparar el destino, para lanzar maldiciones o para deshacer alguna. ¿Para qué has venido tú, querido?
-Vengo para que me aconsejes sobre lo que tengo que hacer para escapar de una terrible pesadilla.

Ésta tan sólo le contestó:

-Enfréntate a tus miedos más profundos...

     Dicho esto, Livia abandonó la plaza sigilosamente, como si quisiera que nadie se diera cuenta de que ella había estado allí, ayudando a un senador, diciéndole lo que tenía que hacer. Cornelio se encaminó hacia su villa, que no estaba muy lejos pero debía de darse prisa si no quería llegar tarde a la fiesta que él mismo había organizado, seguro que así se olvidaría por un momento del asunto de Julio César. Mientras caminaba iba escuchando a los habitantes de la ciudad hablar, muy alterados, sobre el asesinato del César. Poco después de que él se hubiera refugiado aquella misma mañana en su casa, ya se escuchaba a la gente corriendo de un lado para otro, asustados por el terrible suceso. Las autoridades iban en sus imponentes caballos buscando en vano a los culpables.

     Cuando llegó a casa, sus amigos ya le estaban esperando, tumbados en las triclinios y comiendo los alimentos que los esclavos de Cornelio les ofrecían. Los siervos al verlo entrar le preguntaron dónde había estado, el senador ni siquiera les miró y no les respondió. Entró en la sala en la que estaban sus invitados y se sentó junto a ellos:
-Pobre César-empezó a comentar Príamo con una sonrisa pícara-, asesinado por sus propios compañeros, ¿cómo se puede caer tan bajo?

    Príamo era un centurión del ejército romano, sentía un inmenso odio hacia César y si hubiera tenido la oportunidad de unirse a los conspiradores, éste lo hubiera hecho sin pensárselo dos veces. Cornelio no dijo ni una sola palabra, tan sólo se preocupó de escuchar.
-Sí, se lo tiene bien merecido ese bastardo por abusar de su poder -explicó Pretonio, capitán de una legión-, hicimos mal en escogerle para que él fuera el nuevo dictador. Al menos ya está muerto.
-Pero ¿cómo podéis decir eso? César era un buen hombre, el pueblo le quería -replicó Proserpina, esposa de Príamo.
-¡Ja!, ¿todo el pueblo dices? ¿entonces por qué numerosas personas están contentas por la muerte de ese monstruo -exclamó el general.
-¡Perdona querido, pero César era un gran hombre y no un monstruo y ninguna persona por muy mala que sea merece morir!

     Así comenzó una larga discusión que no terminó hasta el final de la cena. Durante ésta, Cornelio escuchó y meditó sobre el asunto. El argumento de Proserpina le convenció, ninguna persona merece la muerte, por eso decidió declarar en contra del Senado.

     A la mañana siguiente, fue a presentarse a las autoridades para declarar sobre el asesinato de Julio César. Por el camino pasó por la casa de una amistad suya, Puleyo, senador, amigo de César y testigo del suceso, para contarle lo que iba a hacer. Cuando entró en la casa, los esclavos le abrieron la puerta alterados y nerviosos:
-¡Le han matado, está muerto!

     Cornelio se adentró en la casa y vio en el salón a su amigo Puleyo, muerto, con un cuchillo clavado en el pecho.
-No...no puede ser. ¡Puleyo!-gritó Cornelio, llorando y acercándose a su amigo yaciente en el suelo.

     Cornelio estaba asustado, retrocedió, con la mirada fija en el cadáver, estaba muy exaltado, se apoyó en la pared a la vez que decía en voz baja.”No, no es posible. Han sido ellos”el senador seguía con la vista clavada en el cuerpo”Ellos, los asesinos de Julio...Puleyo también sabía quiénes eran los conspiradores...Estoy en peligro, y si declaro contra ellos aún más. Debo huir”

     Aquella misma tarde, cogió su carro y le pidió a su esclavo Davo que lo condujera. Éste le preguntó que adónde iban, cuando el senador le contestó que a Cartago Nova, el esclavo se quedó perplejo. En Cártago Nova, Cornelio tenía un latidifundio, los asesinos del dictador seguramente no sospecharían de que él estaría refugiado allí. Recorrieron la Península Itálica, atravesaron la Galia y al entrar en Hispania,se encaminaron hacia el sur, hacia Cartago Nova.

     Cuando llegaron a la ciudad, el senador y el esclavo observaron el ajetreo de las calles. Pero había algo más, las personas llevaban armas desde palos hasta espadas, peleándose entre ellos. Los defensores de César y los que odiaban a éste. Cornelio miraba a los habitantes de Cártago Nova con pena, se acababa de desatar una guerrilla, la ciudad estaba envuelta en el caos. Y allí estaba más en peligro que en Roma. Por eso decidió hacerlo, decidió declarar, ya era hora de enfrentarse a sus miedos más profundos, tal y como le había dicho Livia, la adivina. Le indicó a Davo que se encaminara hacia las autoridades y éste obedeció.

     Cornelio se presentó en el imponente edificio, aquel lugar era majestuoso, con sus inmensas columnas dóricas y con una gran portón vigilado por dos soldados. Davo se quedó fuera mientras Cornelio se adentraba en el edificio. El senador les explicó su versión de los hechos, sobre los asesinos y sobre los posibles lugares en donde podrían estar escondidos:
-Muchas gracias- le dijo un policía cuando terminó de contar su relato-has sido de una gran ayuda.

     Cornelio se sentía ahora mucho mejor, se sentía más liberado, sus miedos se habían disipado, ahora no tenía nada por qué preocuparse. Al salir, no se encontró con Davo esperándole fuera montado en el carro, sino a Livia. Cornelio se acercó a ella y le preguntó:
-¿Qué haces aquí, y Davo?
-¿Davo?¿Qué Davo? Nunca has tenido un esclavo llamado Davo.-le replicó la adivina.
-¿Pe... pero cómo...?
-Oye- le interrumpió Livia-¿Acaso no crees en nuestros poderes?

     Cornelio ahora comprendió, le lanzó una sonrisa y la pitonisa se la devolvió. El senador se montó en el carruaje y los dos se encaminaron de nuevo hacia Roma.

1 comentario:

  1. Espero que sigas escribiendo y que no pierdas la ilusión de seguir inmerso en el mundo de las letras

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