Con este relato gané el concurso literario de mi instituto cuando tenía 12 años. Se desarrolla en la época romana y gira alrededor del asesinato de Julio César:
Pero,
¿cómo escapar de aquella pesadilla?, ¿debía ir a las autoridades
para entregar a sus compañeros del Senado? ¿Y cómo? Ya que si iba
a declarar a los ediles traicionaría a numerosos de sus amigos.
Millones de preguntas se agolpaban en ese momento en la mente de
Cornelio. Él había presenciado algo que no debía de haber visto,
corría y corría por las ajetreadas calles de Roma cuya gente que
paseaba aún no había conocido la terrible noticia. En ese agrio
idus de marzo, Julio César había sido asesinado por 23 puñaladas,
traicionado por un sector del Senado, que había conspirado contra
él. Cornelio se escabullía por las calles para huir de la realidad,
quería olvidarlo todo, quería retroceder en el tiempo y así poder
evitar aquella catástrofe
Cornelio
no sabía qué hacer, tampoco sabía lo que le iba a deparar el
futuro de ahora en adelante. Así pues, esa misma noche fue a visitar
a escondidas a una pitonisa, aunque él no creía mucho en sus
poderes, pero en aquella situación eran su única esperanza.
La
plaza de Roma estaba desierta, oscura y sombría, como si Plutón
hubiera pasado por aquel lugar. Tan sólo había una mujer, tapada
hasta la boca y con un mazo de cartas en la mano derecha. El senador
fue a hablar con ella y le preguntó quién era:
-Soy
Livia, la adivina. La gente viene a hablar conmigo para saber lo que
le va a deparar el destino, para lanzar maldiciones o para deshacer
alguna. ¿Para qué has venido tú, querido?
-Vengo
para que me aconsejes sobre lo que tengo que hacer para escapar de
una terrible pesadilla.
Ésta
tan sólo le contestó:
-Enfréntate
a tus miedos más profundos...
Dicho
esto, Livia abandonó la plaza sigilosamente, como si quisiera que
nadie se diera cuenta de que ella había estado allí, ayudando a un
senador, diciéndole lo que tenía que hacer. Cornelio se encaminó
hacia su villa, que no estaba muy lejos pero debía de darse prisa si
no quería llegar tarde a la fiesta que él mismo había organizado,
seguro que así se olvidaría por un momento del asunto de Julio
César. Mientras caminaba iba escuchando a los habitantes de la
ciudad hablar, muy alterados, sobre el asesinato del César. Poco
después de que él se hubiera refugiado aquella misma mañana en su
casa, ya se escuchaba a la gente corriendo de un lado para otro,
asustados por el terrible suceso. Las autoridades iban en sus
imponentes caballos buscando en vano a los culpables.
Cuando
llegó a casa, sus amigos ya le estaban esperando, tumbados en las
triclinios y comiendo los alimentos que los esclavos de Cornelio les
ofrecían. Los siervos al verlo entrar le preguntaron dónde había
estado, el senador ni siquiera les miró y no les respondió. Entró
en la sala en la que estaban sus invitados y se sentó junto a ellos:
-Pobre
César-empezó a comentar Príamo con una sonrisa pícara-, asesinado
por sus propios compañeros, ¿cómo se puede caer tan bajo?
Príamo
era un centurión del ejército romano, sentía un inmenso odio hacia
César y si hubiera tenido la oportunidad de unirse a los
conspiradores, éste lo hubiera hecho sin pensárselo dos veces.
Cornelio no dijo ni una sola palabra, tan sólo se preocupó de
escuchar.
-Sí,
se lo tiene bien merecido ese bastardo por abusar de su poder
-explicó Pretonio, capitán de una legión-, hicimos mal en
escogerle para que él fuera el nuevo dictador. Al menos ya está
muerto.
-Pero
¿cómo podéis decir eso? César era un buen hombre, el pueblo le
quería -replicó Proserpina, esposa de Príamo.
-¡Ja!,
¿todo el pueblo dices? ¿entonces por qué numerosas personas están
contentas por la muerte de ese monstruo -exclamó el general.
-¡Perdona
querido, pero César era un gran hombre y no un monstruo y ninguna
persona por muy mala que sea merece morir!
Así
comenzó una larga discusión que no terminó hasta el final de la
cena. Durante ésta, Cornelio escuchó y meditó sobre el asunto. El
argumento de Proserpina le convenció, ninguna persona merece la
muerte, por eso decidió declarar en contra del Senado.
A la
mañana siguiente, fue a presentarse a las autoridades para declarar
sobre el asesinato de Julio César. Por el camino pasó por la casa
de una amistad suya, Puleyo, senador, amigo de César y testigo del
suceso, para contarle lo que iba a hacer. Cuando entró en la casa,
los esclavos le abrieron la puerta alterados y nerviosos:
-¡Le
han matado, está muerto!
Cornelio
se adentró en la casa y vio en el salón a su amigo Puleyo, muerto,
con un cuchillo clavado en el pecho.
-No...no
puede ser. ¡Puleyo!-gritó Cornelio, llorando y acercándose a su
amigo yaciente en el suelo.
Cornelio
estaba asustado, retrocedió, con la mirada fija en el cadáver,
estaba muy exaltado, se apoyó en la pared a la vez que decía en voz
baja.”No, no es posible. Han sido ellos”el senador seguía con la
vista clavada en el cuerpo”Ellos, los asesinos de Julio...Puleyo
también sabía quiénes eran los conspiradores...Estoy en peligro, y
si declaro contra ellos aún más. Debo huir”
Aquella
misma tarde, cogió su carro y le pidió a su esclavo Davo que lo
condujera. Éste le preguntó que adónde iban, cuando el senador le
contestó que a Cartago Nova, el esclavo se quedó perplejo. En
Cártago Nova, Cornelio tenía un latidifundio, los asesinos del
dictador seguramente no sospecharían de que él estaría refugiado
allí. Recorrieron la Península Itálica, atravesaron la Galia y al
entrar en Hispania,se encaminaron hacia el sur, hacia Cartago Nova.
Cuando
llegaron a la ciudad, el senador y el esclavo observaron el ajetreo
de las calles. Pero había algo más, las personas llevaban armas
desde palos hasta espadas, peleándose entre ellos. Los defensores de
César y los que odiaban a éste. Cornelio miraba a los habitantes de
Cártago Nova con pena, se acababa de desatar una guerrilla, la
ciudad estaba envuelta en el caos. Y allí estaba más en peligro que
en Roma. Por eso decidió hacerlo, decidió declarar, ya era hora de
enfrentarse a sus miedos más profundos, tal y como le había dicho
Livia, la adivina. Le indicó a Davo que se encaminara hacia las
autoridades y éste obedeció.
Cornelio
se presentó en el imponente edificio, aquel lugar era majestuoso,
con sus inmensas columnas dóricas y con una gran portón vigilado
por dos soldados. Davo se quedó fuera mientras Cornelio se adentraba
en el edificio. El senador les explicó su versión de los hechos,
sobre los asesinos y sobre los posibles lugares en donde podrían
estar escondidos:
-Muchas
gracias- le dijo un policía cuando terminó de contar su relato-has
sido de una gran ayuda.
Cornelio
se sentía ahora mucho mejor, se sentía más liberado, sus miedos se
habían disipado, ahora no tenía nada por qué preocuparse. Al
salir, no se encontró con Davo esperándole fuera montado en el
carro, sino a Livia. Cornelio se acercó a ella y le preguntó:
-¿Qué
haces aquí, y Davo?
-¿Davo?¿Qué
Davo? Nunca has tenido un esclavo llamado Davo.-le replicó la
adivina.
-¿Pe...
pero cómo...?
-Oye-
le interrumpió Livia-¿Acaso no crees en nuestros poderes?
Cornelio
ahora comprendió, le lanzó una sonrisa y la pitonisa se la
devolvió. El senador se montó en el carruaje y los dos se
encaminaron de nuevo hacia Roma.
Espero que sigas escribiendo y que no pierdas la ilusión de seguir inmerso en el mundo de las letras
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